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Cierre

(English version below)

9 años en Australia. Sonrío inevitablemente cuando releeo mi post de 2014, mi segundo aniversario en Australia. Después de un año sin haber escrito, me preguntaba si había alguien ahí. Hoy, después de casi seis años sin las últimas letras, ya ni siquiera me esperaba a mí misma.

Constatado el vacío, me cuento que estaba esperando inevitablemente un cierre que tiene sentido desde que Me voy a Australia dejó de ser una intención, el blog de una periodista que viajaba. Creo que ya va siendo hora.

Antes de abandonar el barco, pensé en un blog que se llamaba Al otro lado, pero me había rendido a la inevitable burocracia que conlleva intentar quedarse en Australia. No pude darle espacio. Acometido el objetivo, con una interminable lista de altos y bajos, y con un pasaporte de color azul que carece de foto con sonrisa, no queda sino la reflexión. E inevitablemente mi vuelta al tópico de la inmigración.

Ser inmigrante ya forma parte de mi identidad. Darío Sztajnszrajber le puso palabras a algo que se iba abriendo camino en mis tribulaciones y que ha derrumbado una de las creencias que estúpidamente era inequívoca en mi vida. La identidad es una constante fluida, que camina contigo y se transforma con la experiencia. Puede cambiar, pero seguirá siendo la tuya. Y tú seguirás siendo suya.

Esa revelación es la prueba de lo que ya viene pasando desde hace tiempo: tengo amigos que no son políticamente afines; la nostalgia se ha disipado y aparece como un huracán un par de veces por año; tengo acento (acento latino para los españoles, acento español para los latinos, acento español para los australianos); tengo faltas de ortografía en español; me pido un café con leche en vez de una coca-cola con el almuerzo; me peleo a muerte cuando alguien llama paella a un arroz pasado con chorizo y guisantes; y tengo nuevos himnos: English Man in New York, Movimiento, Tabú, Internacionales.

Ya no soy yo, y soy más yo que nunca. Y puedo defenderlo.

A esto y a lo que sigue se le llama vida.

Closure

9 years in Australia. I cannot stop laughing when I read my post from 2014 about my second anniversary in Australia. It had been a year since the last time I had written a post and I was wondering if there would be someone there, reading. After six years from my last post I was not even expecting me.

Noted the void, I now realise I was inevitably waiting for an ending. It makes sense since the blog ‘Me voy a Australia’ (I am going to Australia) wasn’t an intention anymore, a blog of a journalist who was travelling. I think it was about time.

Before leaving the ship, I thought of creating another blog called On the other side, but I was really focused on the bureaucracy that trying to stay in Australia takes. I couldn’t give it the time. Once this was accomplished – with an endless list of ups and downs, and having in my hands a blue passport with a picture where I wasn’t allowed to smile- it is time for reflection. And this takes me irremediably to my recurrent topic of migration.

Being a migrant is inherent to my identity. Darío Sztajnszrajber clearly defined thoughts which were navigating through my tribulations, and which finally crumbled one of my very deep dysfunctional beliefs. Identity is a flowing constant, which walks beside you and evolves with your own experience. It can be different, but it will be yours. And you will be hers.

That epiphany reflects what is happening for a while now: I have friends with different political views; homesick is less frequent than before although I have few severe episodes here and there; I have accent (Latin accent for Spaniards, Spanish accent for Latins, Spanish accent for Australians); I make grammar mistakes in Spanish; I order a cappuccino instead of a coke with my brunch; I fight to death when people call ‘paella’ an undefined dish with overcooked rice, chorizo and peas; and I have new anthems: English Man in New York, Movimiento, Tabú, Internacionales.

I am not myself anymore, and I am more myself than ever. And I can stand for it.

This is called life.

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La guinda del pastel

Frasco llegó al mundo el 30 de abril de 1979, en Caracas, Venezuela. A las 10.30 de la mañana. Nos separaban 13 días, cinco minutos y 7.200 kilómetros de distancia. El uno no sabía de la existencia del otro y viceversa. Así que cada uno hizo su camino.

Harto de un futuro sin posibilidades, Frasco cogió su mochila y la llenó de ilusiones. Con un par se metió en un avión y aterrizó en un país del que no hablaba su idioma. Lo imagino con esa cara de niño, pensamiento fresco y pragmático, ideando siempre, visualizando futuros problemas y todas sus posibles soluciones. De mente inquieta y amante del riesgo, la aventura, la naturaleza y los Jeep Wrangler, no pudo encontrar un proyecto más atrevido en su vida.

Francisco en los Erskine Waterfalls

 

Así que, como decía, aterrizó en Australia, apenas sabiendo decir hello, y alargó la distancia con aquella niña, ya mayor, nacida 13 días y cinco minutos antes. Ahora había que salvar 17.000 kilómetros.

Francisco y su coche

Pero como las distancias ya no son lo que eran, los miles de kilómetros que nos separaron durante 33 años se convirtieron en nada tras tres aviones y día y medio de tránsito. A partir de ahí, era una cuestión de meses.

En julio llegó el primer encuentro y nos bastaron tres días para hacernos inseparables. Es difícil no pegarse a un hombre generoso, divertido, chévere, bien de pinga, sin prejuicios, buen oyente y con acento caribeño al que enseguida supe que quería en mi vida. Desde entonces no hemos dejado de andar juntos.

Tasmania

Esta vez la distancia se mide en tiempo, que no perdona, pero importa un poco menos. Y como el tiempo pasa, este caraqueño cumple años trece días después que yo. A él no le gusta mucho la idea de crecer, pero yo adoro los aniversarios. Así que estoy ansiosa por estar junto a él, hacérselo más llevadero y darle un achuchón cuando sople sus velas.

Bego y Francisco

¡Felicidades, Frasco!

 

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Tener miedo / Being afraid (Esp/Eng)

Mi madre es una de esas madres sufridoras. Cuando yo era pequeña, nunca me dejaron ir a estudiar inglés a Inglaterra «por si me pasaba algo». Mi madre no quería que saliera por la noche «por si me pasaba algo». Cuando empecé a conducir, me rogaba que no fuera a la ciudad «por si me pasaba algo». Con tanta repetición, mi madre terminó vistiéndome involuntariamente con una capa de miedo.

Cagada de miedo un día decidí que iba a empezar una nueva vida. Y los nuevos pasos me trajeron a Australia. Viajé sola por primera vez, tuve que desenvolverme sola por primera vez, hacer nuevos amigos, encontrar mis nuevos sitios. Mi madre tenía miedo por mí y sufrió mucho.

Todavía con el miedo en el cuerpo y el estado de alerta funcionando, empecé a viajar y a hacer lo que los que para mí son aventureros hacen de manera natural. Así que ignoré las inseguridades y me quité las capas poco a poco.

amigas extremas / extreme friends

Cuando hace días aterricé en Cairns, en el Norte de Australia, mis amigas y yo empezamos a bromear con el hecho de tirarnos en paracaídas sobre la barrera de coral. La idea era demasiado buena como para dejar que el miedo me paralizara. No sé cómo, pero hoy tenía el arnés puesto. La idea era un hecho. En la avioneta estaba tranquila, pero conforme íbamos subiendo, he visto a mi madre, que me decía que qué necesidad había de hacer semejante idiotez. Cuando se ha abierto la puerta del avión y el viento me ha devuelto a la realidad que se avecinaba en segundos, me ha entrado el pánico.

Una hora después del salto, he visto el vídeo y mi cara es de sufrimiento. Quería hacerlo, pero estaba muy asustada. Incluso le digo al instructor que no, que no, que no, que no quiero saltar. Pero ya era tarde. Lo siguiente ha sido el salto, el cuerpo del revés, el grito y los ojos cerrados. Mi cara seguía en pánico. Después ha sido el atrevimiento, el de abrir los ojos, el de ser consciente de que estaba en caída libre, de que había saltado desde 14.000 pies. Más tarde ha llegado la sonrisa, el flipar y la relajación. He pensado tanto en mi madre, que ya con el paracaídas abierto le he dedicado unas palabras. Sentía la necesidad de hablarle, de decirle que lo había hecho y que no había pasado nada.

La envidia estética

Viendo el vídeo con mis amigas nos hemos reído mucho de mi cara de susto. Ellas lo han pasado genial durante su experiencia. Salen hermosas, divirtiéndose, emocionadas. Su vídeo me ha despertado envidia estética. Yo no soy valiente, quiero decir, el tipo de persona a la que le gusta el riesgo de manera regular en su vida. Seguramente mi vídeo hubiera sido más bonito si hubiera estado menos asustada. Me hubiera gustado sonreír, guiñar un ojo a la cámara, hacer coreografías sobre el vacío, dar el discurso de mi vida planeando sobre el coral. Pero me entretuve luchando contra mis propios miedos.

El resultado es un vídeo igualmente bello en el que se ve cómo esa pesada capa ya no estaba cuando mis pies han tocado la arena.

Todavía me siento como si estuviera en las nubes.

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BEING AFRAID

My mum has been always a suffering mother. When I was a child, I never studied English abroad just in case something (bad) happened to me. My mum didn’t want me to go out or drive in the city. Everything for what could happen. So many times she repeated this message that she dressed me with a coat of fear unintentionally.

Even with that fear, one day I decided to start a new life. And the new steps brought me to Australia. I flew for the first time on my own, I had to deal with a new environment, made new friends, found my new own places. My mum was afraid and she suffered a lot.

I was afraid too and my alert system was running smoothly, but I started travelling and doing what adventurous people do naturally. I didn’t pay attention to my insecurity and I started taking my layers off little by little.

Some days ago I came to Cairns, in the North East of Australia. My friends and I were joking about skydiving above the Great Reef Barrier. It was such a great idea and I didn’t want to be scared stiff. I don’t know how, but this morning I had the harness on. The idea was a fact. In the plane I was calm but as we were going up, the image of my mother came up. She was telling me that there was no need to do such a stupid thing. When the door opened, the strong wind got me back to earth. I was freaking out.

After the jump, I’ve watched the video and my face was an authentic drama. I wanted to skydive, but it gave me a hard time. I beg the instructor not to jump. I don’t want to do it, I don’t want to do it, I insist. But it was too late. The next thing has been the jump, my body upside down, the shout and my eyes closed. My face showed I was panicking. After that, I dared open the eyes, I was aware of being in free fall, as I had jumped from 14000 feet. Later, I could smile, went crazy for the experience and relaxed. I’ve thought of my mother and after my parachute opened I’ve spoke to her, to the camera. I needed to talk to her, explain what I had done and that everything was ok.

My friends and I watched the video and made fun of my scared face. They got the most of their experience. They look beautiful, enjoying, exited. Their video made me feel jealous. I am not as brave as people who like the adventure regularly. I suppose my video would have been more beautiful if I had been less afraid. I wish I had laughed, winked an eye to the camera, danced across the air space, made the best speech ever above the Great Reef Barrier. But I was fighting against my own fears.

The result is a beautiful video in which you can see how that heavy coat wasn’t there once I landed on the sand.

I can still feel myself flying.

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