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La guinda del pastel

Frasco llegó al mundo el 30 de abril de 1979, en Caracas, Venezuela. A las 10.30 de la mañana. Nos separaban 13 días, cinco minutos y 7.200 kilómetros de distancia. El uno no sabía de la existencia del otro y viceversa. Así que cada uno hizo su camino.

Harto de un futuro sin posibilidades, Frasco cogió su mochila y la llenó de ilusiones. Con un par se metió en un avión y aterrizó en un país del que no hablaba su idioma. Lo imagino con esa cara de niño, pensamiento fresco y pragmático, ideando siempre, visualizando futuros problemas y todas sus posibles soluciones. De mente inquieta y amante del riesgo, la aventura, la naturaleza y los Jeep Wrangler, no pudo encontrar un proyecto más atrevido en su vida.

Francisco en los Erskine Waterfalls

 

Así que, como decía, aterrizó en Australia, apenas sabiendo decir hello, y alargó la distancia con aquella niña, ya mayor, nacida 13 días y cinco minutos antes. Ahora había que salvar 17.000 kilómetros.

Francisco y su coche

Pero como las distancias ya no son lo que eran, los miles de kilómetros que nos separaron durante 33 años se convirtieron en nada tras tres aviones y día y medio de tránsito. A partir de ahí, era una cuestión de meses.

En julio llegó el primer encuentro y nos bastaron tres días para hacernos inseparables. Es difícil no pegarse a un hombre generoso, divertido, chévere, bien de pinga, sin prejuicios, buen oyente y con acento caribeño al que enseguida supe que quería en mi vida. Desde entonces no hemos dejado de andar juntos.

Tasmania

Esta vez la distancia se mide en tiempo, que no perdona, pero importa un poco menos. Y como el tiempo pasa, este caraqueño cumple años trece días después que yo. A él no le gusta mucho la idea de crecer, pero yo adoro los aniversarios. Así que estoy ansiosa por estar junto a él, hacérselo más llevadero y darle un achuchón cuando sople sus velas.

Bego y Francisco

¡Felicidades, Frasco!

 

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Cumplir años

Mis cumpleaños solían ser el evento más importante del año. Para mí y para los míos. Me ponía muy pesada. Mucho. Pensaba en él con meses de antelación, lo planeaba a un mes vista y lo cerraba antes de que a alguien le pudiera salir otro plan. Pensaba cuidadosamente en la lista de invitados, en que todos fueran compatibles, gustos afines, en que nadie se sintiera fuera de lugar. Los amigos por un lado. La familia por otro.

Lo escribo y hasta me entra una especie de escalofrío. ¡Qué miedo!

El primer cumpleaños que celebré en Australia entré un poco en zozobra. Sin amigos de toda la vida, sin menú, sin tiempo para haberlo planeado. Mis nuevos amigos me hicieron sentir especial, hubo regalos, tarjetas, cervezas… Pero todos aquellos amigos ya se han ido.

Así queme enfrentab a de nuevo a La Cita, con la presión de una cuenta que no se detiene y mi entusiasmo desmedido por añadir años a mi bolsa. Me sentía mal porque no había organizado nada. No sabía a dónde ir. No tenía lista de invitados, ni menú, ni tarta. Me apunté a la filosofía del sobre la marcha, temerosa de un resultado desastroso.

Así que mis amigos fueron apareciendo poco a poco. No había comprobado que fueran compatibles, que tuvieran gustos afines, si alguno se podía sentir fuera de lugar. No había tenido en cuenta que todos hemos viajado, que todos hemos tenido que socializar sobre la marcha, que todos hemos aprendido a apañárnoslas, que todos somos supervivientes. Aquella reunión fluyó contra todo pronóstico, en inglés, en español, con australianos, alemanes, mexicanos, españoles, escoceses, colombianos, venezolanos…

Mis amigos no me dejaron sin tarta. Me sentí tan especial como siempre y soplé las velas, mientras pensaba en todos ellos, el regalo por el que cualquier cumpleañero mata.

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